Sentado en un banco veo a la gente pasar. De un lado a otro, un baile de prisas y maletas vuelan a mi alrededor. Todos tienen prisa por llegar, nadie quiere perder su tren. Gritos y avisos por megafonía se entremezclan en el caótico ambiente de la estación. Pero yo estoy tranquilo, porque sé que no tengo nada que perder.
Miraba la gran máquina estacionada a mi lado, un tren un poco desvencijado y anticuado. El óxido había ganado la batalla a la pintura en varios frentes y a primera vista las piezas parecían haber conocido la época colonial, pero a pesar de ello no había dudas de su robustez y fuerza. Aun se mostraba capaz de aguantar otros 400 años llevando a sus pasajeros a su destino, fuese cual fuese, siempre y cuando estuviese unido por caminos de hierro. El tren como medio de transporte tiene un tinte romántico, pero este en concreto me lo parecía más todavía, quizás el hecho de que pareciese sacado de un libro de Historia contribuya a ello.
Me acerqué a uno de los vagones y mientras ponía mi mano sobre él, miré a través de la ventana. Mi cabeza se preguntaba por los innumerables momentos que se habrían vivido en cada uno de esos viajes, las conversaciones importantes, las promesas de amor, los secretos inconfesables… centenares de hombres y mujeres que compartieron en algún momento un asiento de ese vagón. No pude evitar que un par de lágrimas resbalasen por mis mejillas.
El sonido de mi nombre me sacó de mi ensimismamiento, y rápidamente me sequé las mejillas. Las voces procedían del otro lado del cristal, donde mis amigos me saludaban alegremente moviendo frenéticamente sus brazos, e haciendo gestos con su reloj indicándome que no quedaba tiempo ya. Rápidamente me puse a imitarles, saludando y sonriendo, el tren no tardaría mucho más en partir.
El reloj de la estación me avisaba que sólo me quedaba un minuto, pero yo no tenía ninguna prisa. El cielo oscurecía y los tintes anaranjados de la tarde iban desluciéndose lentamente. Era una escena para recordar, notaba como se cincelaban esos últimos segundos en mi memoria. El silbato finalmente sonó, y el humo brotaba de la chimenea de la locomotora. Mis amigos me miraban con extrañeza, y yo con resignación. La antiquísima maquinaria comenzaba a ponerse en marcha, las ruedas giraban con gran estruendo. El tren se movía con lentitud, rompiendo con cada paso mi corazón, y yo me di la vuelta para no verlo partir.
El destino de ese tren no estaba marcado en mis mapas, aunque llevase años buscándolo. Una sensación de ahogo me oprimía por dentro, un nudo se iba formando que no me dejaba respirar. Una parte de mí se iba en ese tren, una maleta con mi nombre en la etiqueta… o quizás fue sólo una ilusión… Lo único que sabía era que no había un asiento reservado a mi nombre en ningún vagón.
La estación se había quedado desierta, y sólo yo restaba en el lugar. Yo y aquel silencio torturador. La noche había caído finalmente sobre el cielo cual maldición gitana y daba la impresión que permanecería así por la eternidad. No volví la vista atrás para ver las vacías vías del tren, no tenía sentido. Mis pasos me alejaban lentamente del andén.
Cuando llegué a la salida del recinto, una figura me esperaba junto a una farola. Sus ojos calmaron mi dolor. Me acerqué hasta él y, sin mediar palabra, me abrazó. Así estuvimos mucho tiempo, hasta que me oí decir: “Prométeme que algún día viajaremos en tren”
Miraba la gran máquina estacionada a mi lado, un tren un poco desvencijado y anticuado. El óxido había ganado la batalla a la pintura en varios frentes y a primera vista las piezas parecían haber conocido la época colonial, pero a pesar de ello no había dudas de su robustez y fuerza. Aun se mostraba capaz de aguantar otros 400 años llevando a sus pasajeros a su destino, fuese cual fuese, siempre y cuando estuviese unido por caminos de hierro. El tren como medio de transporte tiene un tinte romántico, pero este en concreto me lo parecía más todavía, quizás el hecho de que pareciese sacado de un libro de Historia contribuya a ello.
Me acerqué a uno de los vagones y mientras ponía mi mano sobre él, miré a través de la ventana. Mi cabeza se preguntaba por los innumerables momentos que se habrían vivido en cada uno de esos viajes, las conversaciones importantes, las promesas de amor, los secretos inconfesables… centenares de hombres y mujeres que compartieron en algún momento un asiento de ese vagón. No pude evitar que un par de lágrimas resbalasen por mis mejillas.
El sonido de mi nombre me sacó de mi ensimismamiento, y rápidamente me sequé las mejillas. Las voces procedían del otro lado del cristal, donde mis amigos me saludaban alegremente moviendo frenéticamente sus brazos, e haciendo gestos con su reloj indicándome que no quedaba tiempo ya. Rápidamente me puse a imitarles, saludando y sonriendo, el tren no tardaría mucho más en partir.
El reloj de la estación me avisaba que sólo me quedaba un minuto, pero yo no tenía ninguna prisa. El cielo oscurecía y los tintes anaranjados de la tarde iban desluciéndose lentamente. Era una escena para recordar, notaba como se cincelaban esos últimos segundos en mi memoria. El silbato finalmente sonó, y el humo brotaba de la chimenea de la locomotora. Mis amigos me miraban con extrañeza, y yo con resignación. La antiquísima maquinaria comenzaba a ponerse en marcha, las ruedas giraban con gran estruendo. El tren se movía con lentitud, rompiendo con cada paso mi corazón, y yo me di la vuelta para no verlo partir.
El destino de ese tren no estaba marcado en mis mapas, aunque llevase años buscándolo. Una sensación de ahogo me oprimía por dentro, un nudo se iba formando que no me dejaba respirar. Una parte de mí se iba en ese tren, una maleta con mi nombre en la etiqueta… o quizás fue sólo una ilusión… Lo único que sabía era que no había un asiento reservado a mi nombre en ningún vagón.
La estación se había quedado desierta, y sólo yo restaba en el lugar. Yo y aquel silencio torturador. La noche había caído finalmente sobre el cielo cual maldición gitana y daba la impresión que permanecería así por la eternidad. No volví la vista atrás para ver las vacías vías del tren, no tenía sentido. Mis pasos me alejaban lentamente del andén.
Cuando llegué a la salida del recinto, una figura me esperaba junto a una farola. Sus ojos calmaron mi dolor. Me acerqué hasta él y, sin mediar palabra, me abrazó. Así estuvimos mucho tiempo, hasta que me oí decir: “Prométeme que algún día viajaremos en tren”