En el reino del tablero de ajedrez todos tienen muy claro
cuál es su función. Las reglas están más que claras y nada puede salirse de la
rigidez del mosaico bicolor: El alfil se pasea en diagonales mientras el
caballo salta de blancas a negras. La reina corre a lo largo y ancho del
tablero y su majestad se mueve paso a paso.
En este mundo cuadriculado existió una vez un peón con
ínfulas de ser alguien más. Aburrido de sus siete compañeros sin ambición, él
siempre pensó que la vida no podía limitarse a caminar pesadamente hacia
adelante esperando la muerte o el eterno olvido en el centro del tablero. Sabía
que estaba destinado a ser algo más que un mero sacrificio para la nobleza a la
que protegía y siempre le ninguneaban. Se autoproclamó “El príncipe de los
peones”
Con esa determinación que puede tener alguien que se hace llamar
“El príncipe de los peones”, era una pieza bastante particular y causaba extrañeza
y perplejidad entre el resto de sus camaradas. Él se sentía distinto a los
demás. Perfilado como un triste peón, él sabía que en su interior tenía algo
que le hacía especial.
Cada día arengaba a sus compañeros peones a ir hacia
adelante, a cruzar un cuadrado más rumbo al fin del mundo, a ese último
cuadrante que tan lejos se les hacía a ellos con triste capacidad de maniobra y
que la torre recorría en un suspiro. El pequeño príncipe necesitaba salir del
encierro en el que se sentía sometido para poder conseguir sus sueños. Las
piezas más nobles observaban con cierta diversión y desprecio los intentos de
este plebeyo que no era capaz de aceptar su propia realidad, y aprovechaban la
mínima oportunidad para burlarse de sus esfuerzos y forzaban todavía más su
sacrificio ante los rivales.
A pesar de no contar con el apoyo de sus compañeros y sufrir
las burlas de sus superiores él no era incapaz de tirar la toalla, y no
desistía en su esfuerzo por avanzar. “Algún día todos admirarán mi éxito”, se
decía cada día. Pero el tiempo pasaba avanzaba a la par que la frustración en
su interior.
Fue entonces cuando tras ser sacrificado por enésima vez
cuando se dio cuenta que este era un camino que no podía recorrer solo.
Necesitaba alinear al resto de peones y requería la ayuda de las piezas
mayores. Aquel era un juego que no podía ganar una única pieza.
Ganando la confianza de sus iguales y alineando a sus
protectores, diseñaron una estrategia conjunta que buscaba el bien común de
todos, donde poco a poco se introdujeron en las líneas enemigas protegiéndose
unos a otros. Batalla a batalla el alfil que siempre se había burlado de él, le
protegía de las hordas de enemigos. El príncipe avanzaba a la par que protegía
a su compañero el caballo, que a su vez bloqueaba a sus potenciales enemigos.
Y finalmente ocurrió. El peón tozudo alcanzó la última
casilla. Sus compañeros contenían la respiración sin saber qué ocurriría
después. Súbitamente el peón empezó a cambiar, convirtiéndose en una pieza
mayor. Definitivamente se había convertido en El Príncipe de los Peones. Ante
vítores y aplausos de sus compañeros y el sepulcral silencio de sus enemigos,
el Príncipe luchó ferozmente contra sus rivales, ayudando al equipo a derrocar
al rey invasor.
El Príncipe no lo podía creer. Lo había conseguido. Su
exterior reflejaba lo que siempre había visto en sí mismo cumpliendo así sus
sueños. Y es que aunque uno tenga unos sueños por los que luchar, la vida misma
es un juego de cooperación donde si nos ayudamos, conseguiremos hacer realidad
todo aquello que nos propongamos.