Fantaseaba con una pareja conversadora, cómplice y con la que haría mil planes de futuro. Esa persona lo sabría todo de él, y él todo de ella. Al llegar de trabajar, como en las películas de antaño, le preguntaría "¿Cómo te ha ido el día?" mientras él dejaba el sombrero en el perchero, y en un tierno abrazo le diría: "Muy bien, mi amor". Con esa persona compartiría aficiones, y momentos especiales, todos los días podría recordarlos por separado por algo en concreto que les había pasado juntos. Serían libres ambos de tener su espacio, y con la que discutiría de vez en cuando, pero serían peleas de chiste, donde finalmente siempre acabarían riendo.
Las caricias serían el idioma en el que hablarían, y antes de dormir una guerra de almohadas los cansaría tanto que acabarían rendidos los dos. El amanecer le descubriría un desayuno en la cama, y un beso sería la primera sensación que descubriese del nuevo día.
Un amor que les lleve al parque, a la plaza, a un barquito de remos y al final del mundo si hiciera falta. Si la caricia era su lenguaje, cada beso sería toda una conversación, un tiempo de evasión del mundo. Una escapada en cualquier momento, sin importar el dónde o el cuándo, sólo con quién.
El niño creció, buscando escaleras de corazón en las cartas de póker. Todavía bajo la inocencia de sus ojos soñadores, buscaba el amor tal y como lo había idealizado, ese sentimiento que no se desgasta con el tiempo, almibarado sin empalagar, perfecto como ningún otro y maravilloso como nada en el mundo.
Ojalá ese crío encuentre alguna vez lo que busca...
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