Las viejas leyendas cuentan que sus pasos le llevaron a China, donde permaneció nueve años meditando en el mismo lugar, en la misma roca. Su pasión y devoción le llevaron a arrancarse los párpados, para evitar que la somnolencia atacase sus sentidos. A su mente, clara en su objetivo, poco le importaron que sus brazos y piernas se secaran de la inmovilidad, o que su manto rojo prácticamente se convirtiera en su segunda piel mientras que su cara se poblaba incansablemente de vello, donde sus cejas y su barba se fundieron en una mata de pelo que le cubría el rostro. Bodhidharma, que así se llamaba este célebre monje, se convirtió en leyenda gracias a su motivación y su virtud incansable por perseguir aquello que buscaba.
Siglos más tarde, Bodhidharma se transformó en Daruma, el icono de aquellos que deciden confiar en él para perseguir sus sueños. Dicen que el rojo de su manto y una de las cuencas de sus ojos pintadas recuerdan al fiel que aun no ha cumplido aquello que tanto anhelaba y que aun queda para cumplir sus objetivos.
Mi Daruma viste desde principios de año con un manto blanco. El manto del equilibrio rezando porque por mucho que vuelen las olas sobre mi barca, mi rumbo seguirá firme y en su dirección. Bien es cierto que muchas olas han movido mi embarcación y que en algún momento reciente he sentido que daba vueltas en círculo alrededor de un estanque.
Hoy miro a mi Daruma blanco, aun tuerto de un ojo, y esbozo una sonrisa feliz, que me hacen pensar que antes de que la última hoja del calendario caiga por fin nos podremos mirar a los ojos.
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