El día que nacemos se convierte en una fecha señalada. Cada año celebramos que nuestra historia se ha perpetuado un año más, deseando nuestros ojos puedan ver como otros doce meses pasan ante nuestros ojos. Nuestro gran triunfo es permanecer vivos y celebramos haber exhalado nuestra primera bocanada de aire... hasta que el último suspiro brota de nuestros pulmones para apagar como una vela nuestra vida. En esta visión de la vida, vemos como el tiempo conforma una línea desde el día uno hasta el último. Una especie de mecha que se prende el día que nacemos y va recorriendo ese hilo hasta que un día explota.
Hace una semana una mecha llegó a su fin. Noventa metros de historia, con una vida llena de logros, sacrificio y una gran familia a sus espaldas. Noventa metros de experiencias y aventuras, empezando por India, pasando por Marruecos y acabando en las idílicas Canarias. Una vida completa... ¿Pero habrá sido plena?
Nos separan algo menos de sesenta años, y pienso que yo no conocía realmente a mi abuelo y que quizás tampoco sentía nada por él. Mis ojos derramaron lágrimas en su funeral, pero eran por los hijos que deja huérfanos y perdidos tras años dirigiendo sus vidas, pero ninguna fue por él. Pienso que mis primos y hermanos sentían lo mismo... y ello me hace pensar que la vejez es muy cruel, y más lo somos los jóvenes.
Algún día la mecha por la que transcurre mi vida estará tan raída como lo estaba la de mi abuelo, y quiero pensar que mis nietos querrán disfrutar y estar conmigo antes de que estalle, que yo seré capaz de tenerlos cerca... Supongo que son necedades de jóvenes... y al final el tiempo acabará dictando quién tenía razón. Si mi abuelo o yo.
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