Caer desde tan alto sin saber qué es lo que encontrarás debajo. La velocidad desfigura tu cara y el viento corta tus brazos. Las lágrimas vuelan hacia el cielo, buscando la redención de los ángeles pero tú sigues cayendo. Nada a lo que agarrarse, nada para frenarse. Nada sino el aire que te empuja hacia el suelo. Caes y y no puedes ver el fondo. Caes y mueres. No existe el perdón a los pecados a estas alturas, no hay salida sino la que tienes debajo. Sientes frío, sientes miedo... la caída es tan larga que da tiempo a pensar y rezar por el milagro. Ese milagro que siempre puede ocurrir...
Cierras los ojos y recuerdas que fuiste tú quien se tiró. Eres tú quien se quiso inmolar por el mundo, por ti, por escapar. Tus pecados se aparecen como fotografías en tu mente y los buenos momentos como pequeños cortos que te emocionan. Entonces empiezas a creer de verdad en que un milagro puede suceder. Sientes la sangre brotar de tus heridas y haces un pacto con los dioses por poder escapar. Fuerzas de ninguna parte, luz que nace de la oscuridad, una señal... Sigues cayendo y las lágrimas siguen subiendo, pero ya no son del viento.
Te arrepientes de haber saltado del precipicio, pero ya es tarde para arrepentimientos. Sigues cayendo y dejas de sentir compasión por tu suerte, pues ya sabes que está echada. La caída se eterniza hasta el infinito, pero tú ya no puedes pensar más... Cansado de esperar milagros, te resignas a que llegue el final...
Un ruido sordo se escucha en medio de ninguna parte...
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