El efecto iceberg... Somos capaces de ver lo que sobresale en la superficie del mar sin problemas, pero es difícil de imaginar todo aquello que se esconde bajo las aguas. Con las personas pasa igual. Lo que la fachada esconde tras sus puertas es un misterio a no ser que se decida entrar a investigar.
Si alguien pudiera leer dentro de nosotros como un libro, encontraría el porqué de nuestro presente. Somos la prolongación de nuestro pasado, nuestros tropiezos y victorias se marcan en nuestro interior como aguijones de avispa sobre la piel. Nos envenena, nos cambia hasta ser personas opuestas a lo que fuimos antes de ser expuestos al dolor.
Aguijones en el corazón que nos impide que una relación vaya por el mismo camino que la anterior y los pinchos en nuestra cabeza van cambiando nuestra forma de pensar. Como agujas de acupuntura se intercalan unas con otras, anulando los efectos de la anterior o estigmatizando un poco más nuestra agonía.
Vivir muchas veces es sufrir, y las heridas de guerra del pasado siempre vuelven a aflorar. En noches frías, el recuerdo de un tiempo añejo renace para que retomemos el dolor... Duele lo que una vez tuvimos y ahora se fue. La experiencia del ayer siempre toca a nuestra puerta, recordándonos los errores que no debemos cometer en el mañana...
Pasan los años y nos convertimos en muñecos de vudú, agujereados hasta el alma, cansados y heridos hasta desangrar. Morimos lentamente con las cicatrices de la vida, las vivencias de primaveras pasadas, lunas solitarias y avispas malintencionadas. Como toros coronados por infinitas banderillas, esperamos a que nos llegue la estocada final. Vivir es sufrir, sufrir es vivir...
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