Un sobre está sobre la mesa. No tiene nada escrito, pero sabía que era para él. Lo coge y, cuando se disponía a abrirlo, un nudo se formó en su garganta. Conocía de antemano lo que encontraría en su interior. El pasado se escondía tras sus pliegues. Un pasado que ojala nadie fuera capaz de recordar jamás. Toda una vida desvelada en un sobre arrugado y mojado. Una vez abierto era imposible de cerrar. Era como la caja de Pandora, pero sin la esperanza pegada en la solapa para reconfortarle al final.
En su cabeza, las imágenes que escondía aquel rectángulo de papel pasaban como un montaje de película, y su banda sonora eran palabras que jamás debieron escapar del tiempo en que fueron pronunciadas. Los secretos jamás confesados se combinaban en la obra maestra de su hundimiento final. Todo ello en un silencioso y triste sobre marrón.
Sabía que había perdido. Era una jugada maestra de la que no podía escapar, y él lo aceptaba con deportividad. No había rencor. No había rabia. Nada de jarrones hechos pedazos en el suelo ni gritos reverberándose en el aire. Dejó el sobre donde estaba y encendió un cigarro. El humo impregnaba la habitación con el aroma de la derrota, dibujando un camino en el aire con rumbo a ninguna parte, pero sin billete de vuelta atrás. Era su destino.
La lumbre del cigarro se extinguió, pero no así el olor a fracaso que se negaba a abandonar la habitación. Ya no sabía si ese olor se había ido alguna vez de su lado. Apagó la colilla suavemente sobre el cenicero, que dormitaba junto al maldito sobre, y se acercó al vidrio que le separaba del mundo exterior. Llovía pesadamente sobre la ventana, y los golpes del agua sobre el cristal le transportaban suavemente a un lugar en sus recuerdos.
Viejos amigos, risas y fiestas, amores y desamores llenaban el comienzo de su vida. Eran momentos de felicidad sin preocupaciones. Pero todo ello se evaporó, llegando los tiempos de dudas y problemas. Fue entonces cuando la ambición ganó a la integridad. Su armario empezó a ser el hogar de muchos cadáveres para alcanzar sus objetivos. Y cuanto más peldaños subía por la escalera del éxito, un sobre marrón iba llenándose de pecados.
Un trueno en la lejanía le arrancó de sus pensamientos. No quedaba mucho por hacer ya. Se acercó a la mesa, abrió un cajón y sacó un pesado instrumento de metal gris. Afuera, seguía lloviendo. Nadie escuchó el sonido de la bala taladrando un armario de mentiras, ni nadie vio el triste sobre marrón, ahora salpicado de roja penitencia. Nadie supo que el mensaje había llegado a su destino.
En su cabeza, las imágenes que escondía aquel rectángulo de papel pasaban como un montaje de película, y su banda sonora eran palabras que jamás debieron escapar del tiempo en que fueron pronunciadas. Los secretos jamás confesados se combinaban en la obra maestra de su hundimiento final. Todo ello en un silencioso y triste sobre marrón.
Sabía que había perdido. Era una jugada maestra de la que no podía escapar, y él lo aceptaba con deportividad. No había rencor. No había rabia. Nada de jarrones hechos pedazos en el suelo ni gritos reverberándose en el aire. Dejó el sobre donde estaba y encendió un cigarro. El humo impregnaba la habitación con el aroma de la derrota, dibujando un camino en el aire con rumbo a ninguna parte, pero sin billete de vuelta atrás. Era su destino.
La lumbre del cigarro se extinguió, pero no así el olor a fracaso que se negaba a abandonar la habitación. Ya no sabía si ese olor se había ido alguna vez de su lado. Apagó la colilla suavemente sobre el cenicero, que dormitaba junto al maldito sobre, y se acercó al vidrio que le separaba del mundo exterior. Llovía pesadamente sobre la ventana, y los golpes del agua sobre el cristal le transportaban suavemente a un lugar en sus recuerdos.
Viejos amigos, risas y fiestas, amores y desamores llenaban el comienzo de su vida. Eran momentos de felicidad sin preocupaciones. Pero todo ello se evaporó, llegando los tiempos de dudas y problemas. Fue entonces cuando la ambición ganó a la integridad. Su armario empezó a ser el hogar de muchos cadáveres para alcanzar sus objetivos. Y cuanto más peldaños subía por la escalera del éxito, un sobre marrón iba llenándose de pecados.
Un trueno en la lejanía le arrancó de sus pensamientos. No quedaba mucho por hacer ya. Se acercó a la mesa, abrió un cajón y sacó un pesado instrumento de metal gris. Afuera, seguía lloviendo. Nadie escuchó el sonido de la bala taladrando un armario de mentiras, ni nadie vio el triste sobre marrón, ahora salpicado de roja penitencia. Nadie supo que el mensaje había llegado a su destino.
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